A un mes de su partida: Semblanza de Ernesto Tugendhat

13 de Abril 2023

Ernesto Tugendhat, pensador checo que hizo carrera en Alemania, falleció a los 93 años. Nos invitan a escribir una semblanza en su memoria, y decidimos hacerlo en diálogo porque en este se encarna lo esencial de su enseñanza.   La noticia de su muerte nos llega a través del amigo que leyó temprano su obituario en […]

Ernesto Tugendhat, pensador checo que hizo carrera en Alemania, falleció a los 93 años.

Nos invitan a escribir una semblanza en su memoria, y decidimos hacerlo en diálogo porque en este se encarna lo esencial de su enseñanza.  

La noticia de su muerte nos llega a través del amigo que leyó temprano su obituario en la cadena Deutsche Welle: Ha muerto en Friburgo el 13 de marzo recién pasado, a los 93 años, Ernst Tugendhat. Él, uno de los más grandes filósofos del siglo 20, quien introdujera en Alemania la filosofía analítica y fuera considerado el más importante pensador de la ética después de Kant, fue sepultado en el cementerio de Tubinga. Nos conforta ver florecer en las redes decenas de publicaciones homenajeando sus trayectorias filosóficas, políticas y pedagógicas. 

De inmediato nos damos cuenta de que necesitamos encontrarnos para poder hablar de él, de lo que nos enseñó, de su entrega como filósofo, pedagogo y amigo. Y aunque no pudimos asistir a su funeral, sí pudimos reunirnos en su memoria y escribir sobre él. Nuestro encuentro fue el viernes pasado en casa de Ana María Vicuña y Celso López en Las Condes, Santiago de Chile. Además de Ana María y Celso, estamos Cristina Baztán, Aldo Calcagni y Valentina Carrozzi. Cada cual trae consigo algo para el picoteo además de su reseña personal. Celso ríe orgulloso mientras nos acomodamos, advirtiéndonos que “Este es el mismo patio y la misma mesa donde escribimos con Anita y Ernesto mucho de Manuel y Camila allá a por los inicios de los ‘90. Tengo que decir que yo era siempre el encargado de escribir la versión final de cada capítulo”. Nos emociona estar reunidos en un lugar tan significativo.

Ernst o Ernesto, ese hombre de baja estatura, judío checo , nacido en Brno, que entró a la universidad de Stanford teniendo solo 15 años, proveniente del exilio de su familia en Venezuela; de cejas prominentes y mirada azul, sabio humilde y generoso, vehemente y testarudo, amoroso e impaciente, ese hombre místico y ateo confeso y militante, profundamente autocrítico, nuestro amigo, ha muerto. No hay consuelo, Ernesto querido. 

Al recibir la noticia de su muerte lloramos mientras buceamos entre sus cartas y nuestros recuerdos, como queriendo cerciorarnos de que no caerán en el olvido ni sus palabras, ni sus gestos, ni su cariño por nosotros y nuestras causas.  Aunque hace ya una década él había decidido retirarse y nos advirtió que ya no contestaría nuestras cartas, ni llamadas, ni visitas, porque necesitaba retirarse en soledad, todavía podíamos imaginarlo viviendo entre sus libros, con sus más íntimos y, quién sabe, retomando las aporías en torno a una fundamentación de una moral racional y  la validez universal de los DDHH, la relación entre el sí mismo y la muerte, la distinción formal entre espiritualidad, religión y mística, temas que fueron, creemos, sus cuestiones más queridas hasta el final, a juzgar por sus últimas publicaciones.  La diversidad y complejidad temática de su obra es enorme. Más de veinte libros, cientos de artículos, centenares de conferencias y entrevistas. Es imposible abarcarla aquí. A nuestra memoria llegan espontáneamente algunos de sus textos que nos son más queridos. Obviamente el primero, Manuel y Camila. Diálogos sobre ética elaborada en conjunto con Ana María y Celso, porque fue escrita para que niños y jóvenes pudieran reflexionar los problemas fundamentales de la ética -sentimientos morales, derecho, justicia, verdad, por ejemplo- con simplicidad. Celso nos recuerda otros de sus libros de ética fundamentales: Lecciones de ética, Justicia y DDH y Diálogo en Leticia. Aldo menciona su trabajo con la filosofía de Heidegger en Ser, verdad y acción, Valentina habla de Egocentricidad y mística y de Antropología en vez de metafísica, así como de Autoconciencia y autodeterminación.

Como sus colegas y alumnos, sentimos el deber de dar testimonio de nuestro encuentro con el filósofo del diálogo y de la justicia social que nos enseñó a ir más allá de la academia de los privilegios a la que pertenecía nuestra facultad en el período 1992-1996. Decidimos contarle a los venideros que, si bien él nos enseñó como profesor visitante en la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica al Kant de las Críticas y al Wittgenstein del Cuaderno azul, no fue esta la principal motivación que le trajo a Chile, sino una más poderosa de la que nos sentimos orgullosísimos cual fue, como dice Ana María, “enseñar a estudiantes chilenos, trabajar con profesores chilenos y plasmar en una obra para niños y adolescentes chilenos, escrita en colaboración con profesores de filosofía chilenos, toda la riqueza de su pensamiento ético, expuesto en un lenguaje accesible para cualquier persona”. 


 

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Celso conoció a Ernesto Tugendhat a mediados de los años ’80, en plena dictadura,  cuando vino a dar una conferencia en la Academia de Humanismo Cristiano sobre los DDHH que a Celso le interesó no solo porque él y Ana María habían sido exonerados de la Universidad de Chile, sino porque en la conferencia Tugendhat  haría un análisis de la situación de la filosofía moral después de Kant que acarreaba una crítica de la posición racionalista de Kant y el apoyo en los sentimientos morales como base de un nuevo fundamento para la moral, lo que fue una sorpresa para el joven filósofo, pues, Tugendhat hacía una aserción muy fuerte en favor de las normas morales, en oposición al relativismo moral, tan común ya en esa época, y siendo Tugendhat un ateo radical. Por primera vez Celso conocía a un pensador que estando a favor de las normas morales no terminaba adhiriendo forzosamente a una posición religiosa. Celso recuerda que, al dirigirles la palabra, Ernesto pidió permiso para hablar de los DDHH, porque él sabía que todos los presentes en la conferencia habían sufrido mucho por sus violaciones, lo que le sorprendió y emocionó profundamente. Tal vez la coautoría de la novela filosófica Manuel y Camila. Diálogos sobre ética (Tugendhat, E.; López, C. y Ana María Vicuña, Gedisa, Barcelona, 2007), junto con Ana María, sea el corolario concreto de la larga relación de amistad que les unió y reflejo de lo comprometidos que estaban con llevar la reflexión ética a todos los sectores de la sociedad. 

Los autores de esta semblanza aprovecharon este trabajo conjunto para volver a reunirse presencialmente

Para Ana María, recordar a Ernesto Tugendhat significa agradecer el inmenso regalo de haber conocido a un filósofo de verdad. Para entender el peso de esta afirmación es necesario saber que cuando ella pensaba en la filosofía en su juventud, se imaginaba conversando con Sócrates o con Platón en alguno de los sitios mencionados en los diálogos platónicos, o caminando con Aristóteles y sus discípulos mientras discutían de asuntos filosóficos. Pero, nada, ni remotamente parecido a sus sueños juveniles, ocurrió cuando ingresó a la universidad a estudiar filosofía.  Tuvo muchos profesores, algunos excelentes, pero ninguno era lo que ella había imaginado. Para ella conocer a Ernesto Tugendhat, cuando ya había pasado los treinta años y había estudiado en el extranjero, fue conocer por fin a un verdadero filósofo, alguien que se detiene a preguntarse, que vuelve a examinar lo que había sostenido antes, que está en constante revisión de sus propias teorías y que, sin embargo, es capaz de dialogar seriamente y con claridad a un nivel accesible a los niños, a los estudiantes de pregrado, a los profesores de escuela, sin claudicar en su incansable búsqueda y en su pasión por la verdad. 

Este regalo, que algunos pocos afortunados recibimos, no podemos guardarlo solo para nosotros. Tenemos que compartir lo que él nos enseñó en sus clases, en sus conferencias, en sus libros, pero, sobre todo, con su ejemplo de integridad y consecuencia. Entre los rasgos propios de un filósofo que Ana María destaca en Ernesto, están el amor a la verdad, la coherencia, la responsabilidad y la sencillez. Su profunda pasión por la verdad lo llevaba a no abandonar nunca una pregunta sin haber hecho todo lo posible por encontrar la respuesta; a volver una y otra vez sobre los problemas buscando una mejor formulación o una explicación más clara y abarcadora. A veces, cuando discutía, parecía estar enojado por la pasión con la que defendía sus puntos de vista; y era implacable al criticar las posturas opuestas. Ana María recuerda que en alguna oportunidad, al criticar la teoría hermenéutica de la verdad, Ernesto afirmó que, a diferencia de lo que ocurre con los juicios estéticos, toda proposición filosófica tiene una pretensión de verdad. Su amor por la verdad se refleja también en la coherencia entre lo que pensaba, lo que decía y lo que hacía. Se vino a vivir a Chile de la mano de una mujer chilena. Tomó una decisión radical, siguiendo sus sentimientos. Lo mismo puede decirse de su decisión de trabajar con Celso y Ana María en la reflexión ética a través del diálogo filosófico con niños y profesores. Fue consecuente con su lucha por los derechos humanos. Apoyarlos era una manera eficaz de apoyar a una sociedad que había sufrido tremendas heridas en ese aspecto y que luchaba por reconstruir una democracia. 

Valentina Carrozzi mantuvo contacto con Tugendhat a través de correspondencia. Hoy guarda esas cartas como un tesoro.

Esta misma coherencia se muestra en la responsabilidad con que tomaba su quehacer filosófico. Pensaba que nuestra época tenía que poder encontrar un fundamento para las exigencias éticas que nos hacemos unos a otros, porque las fundamentaciones metafísicas o religiosas ya no se sostenían. “No podemos actuar como si estuviéramos de vuelta de la radical exigencia de fundamentación de Kant”, decía. Y se sentía responsable, como filósofo de esta época, de encontrarla. Le preocupaba que, de lo contrario, cayéramos en un relativismo ético. Si pensamos que todos los predicados morales son igualmente válidos, estamos aceptando inadvertidamente que se impongan los que tienen el poder o la fuerza, decía. Y, por esta razón, propuso una fundamentación basada en la decisión personal y autónoma de pertenecer a una comunidad moral. Volvió sobre esta propuesta varias veces, buscando una mejor formulación. Ernesto reconocía que esta fundamentación es más débil que las antiguas basadas en lo que él llamaba “verdades superiores”, pero es la única que tenemos. 

Su sencillez, su absoluta ausencia de pedantería, son también rasgos de un verdadero filósofo o un gran sabio. Ana María continúa y nos cuenta que cuando conoció a Ernesto en una conferencia que vino a dar a la Universidad Católica antes de que se viniera a vivir a Chile, se le acercaron ella y un amigo a hacerle algunas preguntas y contarle de sus respectivos proyectos de investigación sobre la democracia. Ernesto amablemente les dijo que en ese momento tenía compromisos, pero les invitó a conversar más largamente con él otro día en el hotel donde estaba alojado en el centro de Santiago. Entonces Ana María y Celso fueron a verlo a su hotel. Era un día de octubre y ¡estaba nevando!, algo absolutamente sorprendente e insólito en esa época del año. Les invitó a pasar al restaurante del hotel y a tomar unos tragos, algo muy acorde con el frío que hacía. Después de conversar un rato, y contarle sobre su proyecto de educación para la democracia (Fondecyt 0703-91) y “bombardearlo” a preguntas, Ernesto les hizo una sola: “¿Me aceptarían ustedes para que trabajara en su proyecto?” ¡Qué impresionante fue que este gran filósofo, reconocido en todo el mundo, les preguntara si lo aceptarían para trabajar en su proyecto! Se sintieron aturdidos preguntándose quiénes eran ellos, Ana María y Celso, dos profesores de filosofía de un pequeño país en el confín del mundo, para merecer tan magnífico y generoso ofrecimiento. Ana María agrega que Tugendhat no solo trabajó con ellos, sino que fue a Conchalí, al colegio donde Celso y Ana María llevaban a cabo el proyecto, y verlos trabajar con los niños, e interactuar con ellos y con sus profesores. Más aún, Ernesto realizó un seminario de un año de duración, totalmente gratuito, para Ana María y Celso, sus ayudantes de investigación, estudiantes todos del pregrado de Filosofía, profesores y directores del colegio, e incluso a los  estudiantes de Filosofía de la UC que no participaban del proyecto. 

Un par de años después, aceptó ser coinvestigador en su siguiente proyecto (Fondecyt 1940687) sobre los fundamentos éticos de los derechos humanos. Todavía se le pone la carne de gallina a Ana María al recordar el momento en que ella tuvo que firmar como Investigadora Responsable del proyecto. Justamente ¡Ella, joven chilena, sin doctorado y, para colmo, en esos tiempos, mujer, firmó un proyecto en que llevó como coinvestigador a nada menos que a Ernesto Tugendhat! Tremendo ejemplo de humildad y sencillez les dejó, porque en ese proyecto trabajaron mano a mano, yendo a la escuela, haciendo clases con los niños, capacitando a los profesores, escribiendo los textos que se convertirían después en algún capítulo de Manuel y Camila. Ana María, Ernesto y Celso, solo ellos tres, se reunían en la casa de Ernesto una vez por semana y discutían los temas que iban a tratar con los niños, los que deberían o no entrar en el texto, revisaban y corregían los textos que iban saliendo de la pluma de Celso. Esas reuniones fueron para Ana María como estar con Sócrates: discutían, se peleaban, se reían y volvían sobre sus preguntas incansablemente. Ana María evoca la oportunidad en que Celso le dijo a Ernesto: “Tú me haces pensar mucho”. Y Ernesto le contestó: “No. ¡Tú me haces pensar mucho!”. Sin duda, fueron momentos que marcaron toda su vida y de los que estarán siempre agradecidos. 

Es Aldo quien ahora evoca su experiencia de encuentro con Ernesto y nos cuenta que se inscribió en todos sus seminarios. Había escuchado hablar de él en Alemania, país en el que se le conocía como un importante miembro de una generación post Heidegger, muy crítico a esa época, a esa filosofía, abierto a las corrientes de filosofía del lenguaje, a la filosofía analítica. Aldo simplemente no podía creer que Ernst Tugendhat se encontraba en Chile, en la misma Facultad a la que él mismo venía a trabajar cuando regresaba con un flamante diploma de doctorado y una tesis sobre el pensamiento del joven Heidegger.  Quedó impresionado por su lectura de Ser y tiempo. Había en el análisis de Ernesto un total desenfado, una irreverencia, casi una falta de respeto hacia Heidegger como autor, irreverencia que Aldo no había encontrado en ninguno de sus profesores en Alemania.  Pronto descubrió que era una nota distintiva de su manera de abordar a los distintos pensadores, sin importar si se trataba de Kant, Aristóteles o Heidegger. Su actitud contrastaba también con la enorme reverencia con que nuestros académicos trataban a los autores y sus textos. No obstante su irreverencia con los textos clásicos, don Ernesto, como Aldo le llama, mostraba un gran respeto por las opiniones y textos de sus alumnos, cosa que también le resultaba extraña, pues, dice, “nosotros mismos no nos leíamos entre nosotros, o si lo hacíamos, no nos validábamos”. Aldo nos ofrece como ejemplo de esta irreverencia una clase en la que leían de la página inicial de Ser y tiempo, página en la que Heidegger expone el propósito del tratado. “Don Ernesto lo desmenuza analíticamente delante de la asombrada audiencia, para mostrar, bien la originalidad de la pregunta por el sentido del “ser”… O bien, su absoluto sin sentido desde la perspectiva de la gramática y la lógica”. Aldo se emociona. Nos habla de Ernesto caminando a su lado entre el dulzor del aroma de los espinos en flor y la sequedad del monte precordillerano en sequía… Caminando, así como nos sentimos nosotros hoy, escribe Valentina. Nosotros que nos encontramos contemplando con dulzura y gratitud su vida y reconociendo la sequedad en la que nos deja su muerte, contemplando juntos. Ernesto caminaba por la Comunidad Ecológica con Aldo, tal como caminaba por el Campus Oriente con Cristina y por el Barrio Bellas Artes con Valentina.

Con Cristina hablaba de la vida, de la amistad, del arte, de su vida allende el ethos y el pathos teorético. Ella nos cuenta que su relación con Ernesto fue de cariño y amistad y que se siente agradecida de que él le permitiera conocerlo más íntimamente, a través de sus conversaciones y cartas. Se pregunta si Ernesto alcanzaría a recibir la última encomienda que ella le enviara en enero recién pasado.  Valentina relata que la amistad con el profesor Tugendhat nació en 1994. Como alumna del pregrado de filosofía cursó tres seminarios con él. Él le contó que estudiaba a Heidegger desde los 15 años, por lo que unos años después, cuando el profesor ya se había ido de Chile en 1998, ella se envalentonó y le pidió que le comentara el borrador de su tesis de licenciatura. Él no solo la leyó, sino que la devolvió anotada de cabo a rabo. Las cartas se fueron haciendo cada vez más frecuentes y el mejor medio que encontraron para comunicarse, aunque no dejaron de tomarse un café cada vez que volvió a Chile. En los cafés hablaban de lo mismo que hablaban en las cartas.  Ella cree que ambos se reconocieron en las mismas obsesiones: Antelación de la muerte y angustia existencial, mística, religión y espiritualidad, ateísmo y fe, y esa obscura posible relación entre religión y acción moral. En una carta que le escribiera el 12 de octubre de 1997, Ernesto le respondió a Valentina:

“Yo por mi parte soy ateo porque creo que la idea que un tal Dios exista es simplemente un deseo de nosotros, entendible como deseo pero por esto mismo (aunque no SOLO por esto mismo) irreal, pero aunque me parece irreal, lo entiendo o lo creo entender que esto cambia la vida totalmente. Una de las cosas que siempre han sido más extrañas para mí fue que hay tanta gente que es creyente en un sentido superficial en que la fe no tiene esta repercusión tremenda con la vida. Siempre pensé: o ateo o creyente total”.

Sí, Ernesto se acercó a cada uno de nosotros de manera particular, a nosotros, los simples Manueles y Camilas que somos cada cual. Hoy caminamos por las mismas calles compartidas con él. Nuestros espinos esperan florecer después de una larga sequía y entran nuevos alumnos a los colegios y las universidades. Con Aldo nos preguntamos ¿Tenemos hoy una respuesta que los invite a vivir con pasión la vida que les toca? ¿Vibrar con el desafío de estar vivos? ¿Qué nos corresponde entregarles como regalo? Tal vez porque Don Ernesto fue él mismo un don para nosotros, es que honramos su vida. Nos enseñó un modo de hacer del pensamiento, vida, y de la vida, acción compasiva, solidaria, determinada por el deseo de justicia y conscientes de la dificultad que supone autodeterminarse sin contar con una comunidad para trascender los propios condicionamientos. Nos reímos pensando en la expresión de su rostro que pondría si le hubiéramos dicho en su cara que podría ser definido como un sabio ateo, mal genio, pero santo. Cuando en 2015 recibió el Premio Maister Eckehart donó, íntegramente, los cincuenta mil euros recibidos a una escuela luterana que recibe niños palestinos católicos y musulmanes de Beit Jala en Palestina. Tal vez este gesto resume la altura humana de su vida pública: Su vida fue una respuesta a su pensar.

Ana María Vicuña

Celso López

Aldo Calcagni

Cristina Baztán 

Valentina Carrozzi